Padre Misericordioso

Durante la noche de este martes 15 de noviembre, nuestra comunidad de Padre Misericordioso nos llama a la reflexión: preguntarnos qué dejamos de hacer para desconocer en el postergado su condición de persona.

¿Cuántas veces vamos andando por la vida y vemos como un hombre abandonado por el mundo, duerme en la calle? ¿Cuántas veces nos encontramos deambulando y vemos a esa niña, que debería estar en la escuela y jugando, vendiendo mesa por mesa algún producto? ¿Y cuántas otras ocasiones similares se nos atraviesan día a día en donde una persona se ve presa de un presente carente oportunidades? Seguramente muchas.

La realidad de estas personas nos conmueve sin lugar a dudas. La utopía de erradicar ese dolor y ese abandono se vuelve una meta soñada. Nadie merece estar durmiendo en la calle, nadie merece no poder acceder a la educación. Nadie quiere que esto suceda. Y sin embargo, el mundo avanza y los va dejando atrás.

Si de verdad nos preocupamos por estos flagelos, ¿por qué continúan? ¿por qué se acrecentan? Indudablemente, hay algo más profundo que la simple empatía. Hemos perdido la capacidad de ver y abrazar la vida: una acción que implica mucho más que ilusionarnos con esa solución y que por lo general, pretendemos que lo resuelva un tercero.

Esperar que alguien más tome las riendas mientras nosotros no hacemos nada, es desentendernos. Y preferimos que así sea. El mundo trabaja también para que todos estemos más cómodos, pero también más alejados entre nosotros. La distancia nos quita la posibilidad del encuentro. Y la falta de encuentro, no permite dialogar.

En la comodidad de nuestras casas, ahora creemos que podemos resolverlo todo desde el celular y en un solo día: pero es evidente que no nos lleva a ningún lado. Necesitamos frenar un poco, para volver a escucharnos, y en la mesa común poder conocer la realidad de quien piensa distinto, para encontrar la solución del consenso.

El Papa Francisco desde que asumió como Sumo Pontífice de la Iglesia, nos mostró -y sigue mostrando- que las diferencias, lejos de ser obstáculos, pueden transformarse en oportunidades para entender porqué nos distanciamos. Pero no solo de los que me rodean, si no de los que el mundo descarta. Porque vivir en la calle, no tener acceso a la educación o recaer en las drogas, son realidades con las que tenemos que empezar a lidiar, porque también son diferencias: la de una vida plena y la del abandono.

Allí está la verdadera grieta. Habrá que sellarla, o al menos construir puentes. Ya es tiempo de ponernos de acuerdo entre nosotros y empezar hoy mismo a darle una solución estas realidades que nadie merece vivir. Las oportunidades tienen que ser para todos.

Como dijo el Papa Francisco, «necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni las ideas ni los conceptos se aman; se aman las personas. La verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades. Rostros y nombres que llenan el corazón».

Y si por algún lado tenemos que comenzar, que sea siempre en las periferias, con los más olvidados; pero no para que continúen sobreviviendo, sino viviendo como cada uno de nosotros. Abracemos la vida como nunca y devolvamos lo que la vorágine del mundo no ha podido resolver: dejar de excluir.

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